3 de julio de 2014

El odio

Este texto fue escrito para radio hace 14 años y publicado luego en mi libro Gajos del Oficio. Lamentablemente, las últimas noticias desde el Oriente Medio lo tienen vigente. 



En la ciudad vieja de Jerusalem conviven cuatro religiones irreconciliables. Geográficamente bien cerca de la vida y de la muerte se encuentran el Muro de los Lamentos, la Mezquita de Omar y el Santo Sepulcro. A un costado, menos opulentos, los armenios no han dejado de llorar en silencio desde el epílogo de la segunda Guerra Mundial.

La mujer que logre reunir los atributos de la ciudad vieja de Jerusalem será la mujer perfecta y, como consecuencia de ello, irresistible. Allí se combinan en dosis precisas la sabiduría, la mística y la belleza. Y allí -condición que cualquier mujer sabrá envidiar- jamás transcurre el tiempo.
Hay muchos turistas de miradas que, por abarcadoras, se parecen a tontas. Hay también muchos hombres de miradas duras y mujeres de miradas gachas. Y, felizmente, hay niños.

Morochito, de mirada penetrante, con los pantalones largos arremangados hasta los tobillos, con una camisa blanca que sobra por todos lados en ese cuerpito de extremidades bien marcadas, alto para sus once años, Amín, pequeño palestino, baja presto las escalerillas de su casa con una pelota más gorda que sus brazos.
Con las piernas cruzadas en cuatro y la mano apoyada en la pared donde no existe el timbre, la piel blanca y los ojos azules de Samuel esperan el partido inminente. Como si fuera un pañuelo, el taled de Samuel sobresale del bolsillo de su camisa oscura.

Se saludan y echan a andar. No se detienen en el paisaje de casas de piedras porque viven allí. (Por curioso que resulte uno nunca se detiene a ver el paisaje que habita y suelen venir otros a descubrirlo). Caminan. Deben hablar temas de chicos. El piso también es pedregoso y acaso se apresten a jugar con pantalones largos para no percudir las rodillitas flacas. Se acompañan ahora sin conversar. Se detienen en un claro, uno de esos lugares donde los turistas no son un producto contaminante.

Con mirada cómplice, Amín deja caer la pelota y se inicia un partido; uno de esos partidos sin tiempo que solo se juegan en la infancia. Por primera vez se ríen. Descubren sus torpezas y carcajean más.
Un umbral que conduce a una casa misteriosamente sin ventilación es un arco.
Los bombazos, en el idioma de Amín y Samuel, son remates un poco más fuerte de lo que su edad podría permitir.

Los disparos, en la lengua de los chiquitos que solo quieren jugar, no son otros que chutazos de zurda o de derecha. La muerte es apenas el final del partido. ¿Posiciones adelantadas? No existen. Los tiros de esquina jamás provienen de modernos rifles kalashnikov. Tampoco la cancha está limitada para que nos malvivan de un lado y otros de otro. La cancha, cuado es en la calle, es una comarca que no se acaba en tanto haya lugares disponibles.

La cancha no es propiedad privada sino un campo para ser disfrutado por los cualquiera de cualquier parte del mundo. Y hay goles. En lenguaje ecuménico gol se dice gol. Y más risas. Y un abrazo sabio, sentido, igualador, a la usanza de los delanteros sudamericanos que triunfan en Europa y que en el ardiente oriente medio también se ven por las cadenas de televisión internacionales.
Pueden haber pasado minutos; acaso horas.


Amín y Samuel salen, corretean por las callecitas angostas, sudados, irresponsables, pateando una pelota redondamente universal rumbo a la vida; juntos. A unos pocos metros de allí, los padres de Amín y Samuel salen, corretean por la callecitas angostas, sudados, irresponsables, pateándose la cabeza como si fuera una pelota universal rumbo a la muerte; separados.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario