Este texto fue escrito para radio hace 14 años y publicado luego en mi libro Gajos del Oficio. Lamentablemente, las últimas noticias desde el Oriente Medio lo tienen vigente.
En la ciudad vieja de Jerusalem
conviven cuatro religiones irreconciliables. Geográficamente bien
cerca de la vida y de la muerte se encuentran el Muro de los
Lamentos, la Mezquita de Omar y el Santo Sepulcro. A un costado,
menos opulentos, los armenios no han dejado de llorar en silencio
desde el epílogo de la segunda Guerra Mundial.
La mujer que logre reunir los atributos
de la ciudad vieja de Jerusalem será la mujer perfecta y, como
consecuencia de ello, irresistible. Allí se combinan en dosis
precisas la sabiduría, la mística y la belleza. Y allí -condición
que cualquier mujer sabrá envidiar- jamás transcurre el tiempo.
Hay muchos turistas de miradas que, por
abarcadoras, se parecen a tontas. Hay también muchos hombres de
miradas duras y mujeres de miradas gachas. Y, felizmente, hay niños.
Morochito, de mirada penetrante, con
los pantalones largos arremangados hasta los tobillos, con una camisa
blanca que sobra por todos lados en ese cuerpito de extremidades bien
marcadas, alto para sus once años, Amín, pequeño palestino, baja
presto las escalerillas de su casa con una pelota más gorda que sus
brazos.
Con las piernas cruzadas en cuatro y la
mano apoyada en la pared donde no existe el timbre, la piel blanca y
los ojos azules de Samuel esperan el partido inminente. Como si fuera
un pañuelo, el taled de Samuel sobresale del bolsillo de su camisa
oscura.
Se saludan y echan a andar. No se
detienen en el paisaje de casas de piedras porque viven allí. (Por
curioso que resulte uno nunca se detiene a ver el paisaje que habita
y suelen venir otros a descubrirlo). Caminan. Deben hablar temas de
chicos. El piso también es pedregoso y acaso se apresten a jugar con
pantalones largos para no percudir las rodillitas flacas. Se
acompañan ahora sin conversar. Se detienen en un claro, uno de esos
lugares donde los turistas no son un producto contaminante.
Con mirada cómplice, Amín deja caer
la pelota y se inicia un partido; uno de esos partidos sin tiempo que
solo se juegan en la infancia. Por primera vez se ríen. Descubren
sus torpezas y carcajean más.
Un umbral que conduce a una casa
misteriosamente sin ventilación es un arco.
Los bombazos, en el idioma de Amín y
Samuel, son remates un poco más fuerte de lo que su edad podría
permitir.
Los disparos, en la lengua de los
chiquitos que solo quieren jugar, no son otros que chutazos de zurda
o de derecha. La muerte es apenas el final del partido. ¿Posiciones
adelantadas? No existen. Los tiros de esquina jamás provienen de
modernos rifles kalashnikov. Tampoco la cancha está limitada para
que nos malvivan de un lado y otros de otro. La cancha, cuado es en
la calle, es una comarca que no se acaba en tanto haya lugares
disponibles.
La cancha no es propiedad privada sino
un campo para ser disfrutado por los cualquiera de cualquier parte
del mundo. Y hay goles. En lenguaje ecuménico gol se dice gol. Y más
risas. Y un abrazo sabio, sentido, igualador, a la usanza de los
delanteros sudamericanos que triunfan en Europa y que en el ardiente
oriente medio también se ven por las cadenas de televisión
internacionales.
Pueden haber pasado minutos; acaso
horas.
Amín y Samuel salen, corretean por las
callecitas angostas, sudados, irresponsables, pateando una pelota
redondamente universal rumbo a la vida; juntos. A unos pocos metros
de allí, los padres de Amín y Samuel salen, corretean por la
callecitas angostas, sudados, irresponsables, pateándose la cabeza
como si fuera una pelota universal rumbo a la muerte; separados.
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