Tuvimos la gloria ahí, entre las manos. Se hizo agua, es escabulló y ahora no hay explicaciones posibles. Apenas un descargo dolorido, un pincelazo al vacío de lo que pudo haber sido y deberá esperar. Seguir esperando.
Matías, el hijo de mi amigo Jorge,
vive en Berlín. Gitanea, hace changas, vive con todo lo que se
necesita para vivir cuando uno es joven. Y además corre sus
aventuras. Por ejemplo, le gusta procurarse algunas sobras de la
basura. No cualquier basura. Basura alemana. El otro día Jorge me
contó que Matías le escribió entre extasiado y azorado. “Papá,
estoy fenómeno. Este mes no necesito usar la extensión de la
tarjeta. Acá, anoche, revolviendo un container encontré caviar. Y
en buen estado”.
Estoy en Humahuaca, tres horas antes
del partido. En el camino que va desde Tilcara, las construcciones de
un adobe ancestral no se distinguen de las montañas de la Quebrada,
sino que son parte de la misma. Están hechas del mismo barro y la
misma piedra. Por Uquía, todas tienen una bandera celeste y blanca,
como si en un lugar de colores ocres, el vivo del celeste y blanco
fuese no solo un contraste sino una esperanza de una alegría
superior, una de esas que el fútbol solo es capaz de prodigar.
En las callecitas angostas, bellas,
cruzas de estilos indios y español, se ofrecen menús del día,
artesanías y silencios sabihondos. Algunos niños de pelo chuzo, de
mirada seria, de sonrisa escasa, persiguen a los turistas y les
cantan coplas. Al final piden una propina que es bien ganada. Pues
bien; yo quería ganarle a los alemanes porque pienso que los que
tienen para tirar caviar a la basura no han de ponerse tan tristes
por una derrota y que nosotros sabemos mitigar mucho dolor cuando
gana nuestro equipo.
Me dirán que soy pueril o resentido. O
algo de las dos cosas. O que el fútbol, más que mitigar dolores,
encubre problemas mayores. Puras pavadas. Esos niños de caritas sin
infancia, vos y yo sabemos bien del resto de los problemas. Pero
cuando juega la selección queremos ser campeones del mundo. Queremos
tocar el cielo con las manos. Queremos perpetuar esos ratos que
sentimos como rasgos de identidad. En todo caso, queremos soñar con
que los problemas mayores se sortean si jugamos en equipo. O como
este equipo.
Ahora se nos vino la noche, en todo
sentido. Oscureció y tenemos las manos vacías. Veo a los alemanes
festejando y siento que no me equivoqué. Lo hacen con la misma
naturalidad con que van a la oficina, abren un comercio o... te ganan
una final en el segundo tiempo del suplementario. Eso es lo que los distingue. Hacen una rutina de lo que para nosotros es una gesta
heroica. Son capaces de sostener la concentración las 24 horas del
día los 365 días del año. No juegan al fútbol como robots. Son
robots que juegan al fútbol.
Por la televisión, un relator exagera
cargando las tintas sobre el árbitro. Amenaza con entrar a la cancha
a ajusticiarlo si les da un penal a los alemanes, porque ya no nos ha
dado uno a nosotros. La realidad es que el árbitro no falló tres
mano a mano, sino que fueron nuestros delanteros, los que antes del
Mundial garantizaban lo que luego no garantizaron: goles. Al
contrario de la defensa, que garantizaba goles (en contra) y sin
embargo funcionó como nadie imaginaba. Cosas del fútbol, dice la
frase hecha. Cosas tan del fútbol como que te ganen los alemanes
sobre la hora.
Seguro que no sirve detenerse en
algunos detalles. Los que a la medianoche, por televisión y con el
mismo desodorante con el que se levantaron a la mañana, destruyen a
Messi, a Sabella y al equipo, tienen mala leche. Todos vimos que
Lavezzi estaba para seguir, o que el Kun no tuvo un buen mundial y no
merecía tantos minutos en cancha. Del mismo modo que solo Sabella -y
no nosotros- confió en Rojo, en Enzo Pérez, en Garay o en Romero y
no se equivocó. Desde la silla eléctrica que es el banco de
suplentes, se acierta y se erra.
Mano a mano con el arquero también. Y
la diferencia, la busquen donde la busquen, estuvo allí, en las
áreas, donde se ganan o se pierden los partidos. (Si es con
Alemania, donde se pierden). Goetze dominó con el pecho y en el
mismo movimiento acomodó su cuerpo y el balón para definir. Y
definió. Palacios dominó con el pecho, la tiró larga y, como
consecuencia de haberla acomodado mal, definió aún peor. Esa puede
ser una de las claves para entender lo que quizás es mucho más
sencillo de explicar que los tratados de sociología, psicología y
psiquiatría que empiezan a aparecer en los diarios de esta puta
mañana.
También es verdad que todos
esperábamos más de Messi en el tramo decisivo. Más participación
y más protagonismo. Él también. Su cara, al recibir el premio del
mejor jugador del mundial que no fue, decía más que sus lagunas en
el campo de juego. A su favor, no fue abastecido y, cuando le tocó
ser abastecedor, pocas veces encontró eco en sus vecinos del ataque.
En su contra, la sombra de Maradona le exige a la selección un líder
más rebelde que él definitivamente no es, aún cuando no tiene
porqué serlo.
Le voy a preguntar a mi amigo Jorge si
consultó a su hijo Matías sobre qué hicieron los alemanes hoy
cuando se levantaron. Quizás el pibe los espió mientras hurgaba en
los container, como se iban a trabajar, al banco, a la oficina, a la
escuela, como si nada, tras haber cumplido con la rutina. Suerte la
de ellos poder vivir así. Nosotros no podríamos. Latinos,
viscerales, mascheranos, apasionados, no pudimos conciliar el sueño.
Ni el sueño reparador ni, lo que es peor, el sueño mundialista.
Esperemos cuatro años, dicen los más racionales. Métanse la
racionalidad en el culo, decimos nosotros.
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