Esta que te voy a contar no me la vas a
poder creer. En Italia fue. Te lo juro. Mundial del '34. Cómo pasa
el tiempo, la puta madre. El Zabeca y yo estábamos. Y dos
porteños y un tucumano que la movían más o menos. Pero el Zabeca
y yo habíamos ido juntos. Mochileros a Europa, esas cosas de los 25
años. Y a ver el Mundial, claro. En barco fuimos. El mismo barco en
el que viajaron los jugadores argentinos. Avión en esa época era
palabra mayor. Capaz que si iban los profesionales, algún vuelo
conseguían. Nomás que viajaron todos muchachos del interior, solo
para cumplir. Igual, ahí había cada nene. Estaban Wilde, Galateo y
Astudillo, nada menos. Eran pibes de la edad nuestra. Hacían chistes
de marineros y esas boludeces. Que los iban a agarrar de cocineros,
que no fueran solos a la bodega. Tres semanas duró el viaje para
jugar un solo partido y chau. Por eso con el Zabeca nos
quedamos. Ya que los suecos nos pegaron un paseo nosotros nos
quedamos a pasear por Italia. El Zabeca hablaba como el orto
el italiano. El español también. Así que imagináte el italiano. Y
yo nada. Ni una palabra. “Piazza San Marco”, leía en los
cartelitos. Y yo pensaba que era una pizzería. “Duomo de
Florencia”, me decían. Y yo pensaba que era un mina que tenía un
lomazo. En mi barrio nos habían dicho que íbamos a entender por
fonética. Las pelotas. El Zabeca separaba en sílabas las
palabras y levantaba la voz. Pedía un cortado y decía
“un-cor-ta-do-por-fa-vor”. Además exageraba la gesticulación
dejando la sensación de que la boca se le podía salir en cualquier
momento. Con un poco de suerte, a veces arrancaba una sonrisa. Los
tanos son calentones. La mayoría de las veces pensaban que los
estaba cargando y le decían -esto sí se entendía clarito- “¡figlio
di puttana!”. “Es una barrera tremenda la lengua”, se
sinceraba el Zabeca cuando la noche y la cerveza le ponían la
cabeza en el origen.
Ahora, ¿no me digas que el fútbol no
es un idioma universal? Cuatro horas caminamos con el Zabeca
sin que nadie nos dirigiera la palabra. Ni los vendedores ambulantes
nos daban la hora. Nos veían con pinta de secos o no se querían
gastar en comprendernos. Le tiramos monedas a la Fontana di Trevi y
nos colamos en el Coliseo. Que se yo. La costumbre. Siempre nos
colábamos en la cancha, mirá si no nos íbamos a colar ahí, donde
no se jugaban más partidos con leones. “Si nos preguntan algo vos
hacéte el boludo como si no entendés”, me dijo el Zabeca.
No necesitaba hacerme el boludo. No entendía. Después caminamos más
allá, hacia el trastébere. Cruzamos el hilo de agua por un puente
donde se notaba claramente la mano romana hasta meternos en
andurriales que se emparentaban un poco con los nuestros. Ahí fue
que encontramos a los dos porteños y al tucumano. No me vas a creer.
Seguro que no me vas a creer. Llevábamos bolsos de mano de tela de
carpa. El cielo estaba amenazante y cuando se mojaban pesaban el
doble. Cargábamos con el cansancio del día y el fastidio de la
eliminación del mundial. Uno le pidió un cigarrillo al Zabeca.
“Un pucho”, le dijo. Argentinos. Nadie más que nosotros dice “un
pucho”. Teníamos tanta necesidad de comunicarnos que empezamos a
charlar cualquier pelotudez. Fantaseábamos con que las tanas nos
miraban. Pateábamos tapitas. Pocas tapitas. Porque ahí nadie tira
nada al piso, como dice mi tía. Los porteños y el tucumano también
estaban gitaneando el viejo mundo. Se lo querían comer, como
nosotros. Bordeamos un lago que tenía una fuente artificial y el
tucumano los vio primero. Había cinco tipos como nosotros jugando un
picado. Te dije que no me ibas a creer. Un picado como los nuestros
pero en una plaza de Roma. Estaban vestidos casi ridículamente, con
pilcha de universitarios. Nos miramos y no hizo falta que dijéramos
nada. Se armó un desafío. Los europeos eran como uno de esos
equipos que llamaban “Resto del Mundo”. Había de varias
nacionalidades, algunas un poco imprecisas. Pero lo que es seguro es
que el arquero hablaba en francés. El Zabeca armó el arco
nuestro. Con un bolso hizo un palo y con un jumper que nunca
usó porque hacía calor hizo el otro. Midió a ojo y trató de que
fuera más chico que el que había armado el franchute, con dos pilas
de libros, a unos 30 metros del otro lado. Cagate de risa pero el
tipo hizo el arco con dos pilas de libros. Nosotros estábamos
acostumbrados a jugar en la calle, en el empredrado, de modo que el
césped que había nos parecía suficiente. El parque no tenía
árboles en el medio, como el que teníamos cerca de mi casa. El
tucumano fue al arco y yo me planté atrás. Los dos porteños fueron
al medio y el Zabeca, que jugaba bien, se paró arriba. No sé
si para impresionarlos o por la costumbre, el Zabeca se quedó
en patas. Así y todo, no habrán ido dos minutos cuando bajó a
buscarla unos metros, se sacó de encima un grandote con aspecto de
alemán y le clavó un bombazo que desparramó los libros del palo
derecho y, ya hecho gol, cayó al lago que había detrás del arco.
El Zabeca les gritó el gol en la cara con cierta desmesura
para lo que era un amistoso en un parque de Roma. El franchute
frunció el ceño y dejó entrever cierta molestia. Tenía la frente
despejada y se le pronunciaron unas grietas de tipo de más edad que
la que aparentaba. Bajó la mirada y no dijo nada, pero quedó
caliente. Después nos metieron dos pepas pero las aguas no estaban
calmas. A la jugada siguiente el Zabeca le echó tierra en los
ojos al franchute cuando salió a buscar
un centro y se pudrió todo. El tipo dejó la pose mansa y, de
callado nomás, le metió un cabezazo en la pera al Zabeca,
que no llegó a explicarle que en Argentina eso valía, que así
había sido la jugada previa al gol de Onzari, que dio nacimiento al
gol Olímpico. Los demás intentamos separar pero ya era tarde.
“¡Tregua civil!” decía el golero con ínfulas de boxeador, pero
seguía tirando trompadas. El Zabeca se repuso y alcanzó a
meter una mano discreta. “Te voy a dar el derecho y el revés”,
insistía enajenado el franchute. No había manera. “Sos una
peste”, replicó el guardameta. “¿Y vos? ¡Porcona!”, le
hundió la daga el Zabeca que algún insulto en italiano manejaba.
Hasta que por ahí uno del equipo de ellos que quería seguir el
partido lo agarró del cogote al francés al tiempo que le gritaba
“Albert, anarquista de mierda te voy a hacer pelota sino nos dejás
seguir jugando”. Pero el franchute no se amilanó y le retrucó
“Vos Sartre te podés ir bien a la concha de tu madre”. Entonces
ahí el Zabeca se dio cuenta con qué rivales estábamos
pateando. Porque el Zabeca no habrá terminado quinto pero es
muy lector. El Zabeca no tuvo suerte pero es autodidácta. Por
eso agarró la pelota, se corrió levemente a un costado y mirándolo
a Camus, el arquero, le soltó una frase que quizás marcó a fuego
su obra posterior vinculada a la conciencia del absurdo: - ¡Argelino
sometidoooo! -lo laceró el Zabeca con toda su sabiduría de
la calle. Después no recuerdo demasiado, porque llegaron los
carabinieris y empezaron a repartir zurrazos por todos lados.
Y ojo que no eran cualquier carabinieris. Eran los de
Mussolini, que se habían contagiado los malos modos de su jefe, así
que la ligamos, como se dice acá, por el campeonato del mundo. Lo
único que me quedó en claro es que, por más voluntad que uno le
ponga, suele ser bastante difícil comunicarse en el extranjero.
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