Ese día soñamos un mundo mejor. En
verdad, todos los días soñamos un mundo mejor, solo que ese día
pensamos que podía ser posible. Estábamos en Porto Alegre.
Asistíamos a la inauguración del Foro Social Mundial, el espacio
que había nacido como contraposición al Foro Ecónomico Mundial de
Davos, la reunión anual de los representantes de las multinacionales
que desparraman el veneno del neoliberalismo a toda la humanidad.
Lula recién había asumido como
depositario de la fe de millones de brasileños. Recién se convertía
en el primer tornero mecánico presidente de un país de los nuestros.
Decía que “la esperanza vence al miedo” y todos los que
allí estábamos sentíamos que tenía razón. A los que lo
cuestionaban por ir a Davos les decía que concurriría para que esos
señores oyeran que “no es posible que algunos coman cuatro
veces al día y otros una vez cada cuatro días”.
Al lado del estadio donde hoy Argentina
buscará clasificarse primera de grupo ante Nigeria, en el
“Gigantinho”, Eduardo Galeano decía con parsimonia que “el
poder identifica valor y precio. Pero hay valores que están más
allá de cualquier cotización. No hay quien los compre porque no
están en venta. Están fuera del mercado y por eso han sobrevivido”.
De cerca lo miraban Samir Amin y Frai Beto.
Desde Bolivia llegaba un indígena
cocalero que pronto daría que hablar. Evo Morales contagiaba desde
lo profundo de sus convicciones silenciosas toda la sabiduría del
altiplano y regaba de colores y diversidad el amplio corredor donde
se desarrollaban cientos de actividades de otras tantas temáticas.
Lo acompañaban cholas de miradas escondonas y trabajadores mineros
bisnietos de cinco siglos igual.
Hugo Chávez, a poco de iniciado su
proceso revolucionario fundaba la República Bolivariana de Venezuela
y a viva voz discurseaba cerca de la Pontificia Universidad Católica.
Rubén Rada decía que nunca -en 40
años de trayectoria- había cantado para tanta gente. El anfiteatro
Por du Sol y el Campamento de la Juventud veían pasar y vibrar a cien mil jóvenes del mundo, de un nuevo mundo, que se abría paso
ante las ruinas en que el capitalismo de mercado sumía a la América
Latina. Acaso se gestaba la semilla que pronto -ya con Néstor
Kirchner- le diría que no al Alca en Mar del Plata.
Nacía 2003 y quizás un nuevo tiempo.
Los movimientos sociales, los medios comunitarios, los sin tierra,
los desposeídos, los ninguneados, los nadie, decían no a la guerra
y pedían un lugar en la agenda de los que maniobran hasta los días
del calendario.
En algo se parecían aquellas masas a
las multitudes de los estadios. En la alegría y en un detalle
futbolero: no hay nada más aburrido en un cotejo que no tomar
partido por nadie. Hay que jugarse. Por uno o por otro. Pues aquí
tampoco hay lugar para neutrales
Este día también -hoy-
soñamos un mundo mejor. En verdad, todos los días soñamos un mundo
mejor -quedó dicho-, solo que este día soñamos que lo estamos alcanzando. Se sabe
que el fútbol no tiene nada que ver con esto, pero en la metáfora
que constituye a diario, una sonrisa socarrona se nos escapa cada vez
que los europeos hacen las maletas y los de este lado siguen su
destino mundialista como un inexorable mandato de la historia.
Claro que los jugadores suizos no
manejan bancos ni los futbolistas alemanes crearon a Angela Merkel.
Claro que no. Pero hoy, cuando Porto Alegre nos vuelve a concitar la
atención y los argentinos se movilizan hacia allí para soñar la
única e irrepetible alegría del gol, el viejo clásico ante Davos
se nos vuelve caprichosamente a la memoria y soñamos con que una vez
les ganaremos. Y que será puerilmente para siempre.
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